Erase una vez una rosa que nació
con una espina para adentro.
Tenía los ojos color castaña pilonga.
Pelo de piel de olivo y clavícula de
piano de cola.
Había desgastado treinta y dos
zapatillas de satén de tanto andar
de puntas por la vida.
Deseaba ser enhebrada por las
mentes más oníricas, animales y
descabales.
Desaprender las fórmulas del
desengaño y el olor de aquella tarde,
en la que cambio tara por trapo,
y trapo por bota.
Amaba caminar con los ojos tapados
y responder a las hojas
que con el viento la saludaban.
Tenía algo que no se ve,
soñaba con un crucero por el Manzanares
y con un lugar llamado El día que volvió.
Agotada en su empeño de
contemplar la otra cara de la luna,
se sentó en los tejados a pescar
sillas de mimbre.
Tiempo tuvo que pasar, para que
otro ella llegará y se adobara
en sus notas desafinadas,
pero exquisitas a su oído
y a su lengua.
Y picó!
Vaya que si picó!
Enormes lechos y lechuzas.
Perros con coloretes y coletas.
Cálidos escalofríos.
Y hasta una poción para ahuyentar
nubes negras.
Y ese fue el día en que la rosa
nació con una espina para adentro
que le caló los huesos
y le hizo cosquillas en el alma.